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jueves, 4 de febrero de 2010

No existe un "darse por vencidos".

<< Ramsey rió cuando vio como la escocesa y el irlandés, corrían a la seguridad que la Perla Dorada les iba a proporcionar. Él conocía demasiado bien los pasadizos y lugares por los que podía acceder al gran barco sin ser visto. Y eso haría. Se colaría en el barco, en el camarote de la mujer que le había roto el vaso en la cabeza y obligaría a su orgulloso corazón a pedirle perdón. Vaya si lo haría… >>


Ramsey llegó a la Perla Dorada preparado para ser un poco amable con la chica. Después de todo, ella había huido de él antes, obviamente intimidada por su abrumadora masculinidad y su épica sexualidad. Las mujeres a menudo tenían esa reacción hacia él, especialmente cuando sonreía de esa manera tan sensual y pícara. También estaba preparado, sin embargo, para que sus inhibiciones cayesen rápidamente, como sucedía con todas las mujeres que veían su maravillosa apariencia de cerca.
Luego, muchas de ellas simplemente se lanzaban hacia él en un asalto frontal lleno de frenesí sexual. Él había estado entreteniéndose únicamente pensando en esa posibilidad, su cuerpo entero apretado con la lujuria, mientras caminaba por toda la ciudad de Canarias.
Pero nada de su enorme repertorio de experiencias lo había preparado para Elizabeth McGregor. La pequeña bruja sanguinaria no reaccionó como ninguna mujer que hubiera encontrado antes, ni ella misma hacía dos años. Le lanzó una mirada horrorizada, echó hacia atrás el brazo, se armó de valor, y le aplastó en la cara su pequeño y fino puño.
Entonces, corrió por el pasillo y se encerró en un camarote.
¿El de ella no era el de al lado? Maldición, era normal que la muchacha cambiara de camarote… Su padre había muerto. Ram caminó hasta el umbral de la puerta que ella había cerrado. El barco estaba completamente en silencio, y agradeció la gran fiesta que tenía lugar en la Plaza de España de la isla. Todos los hombres y mujeres habían acudido dejándole el barco entero para él y ella solo.
Sus ojos se estrecharon, enseñando los dientes con un gruñido cuando saboreó su propia sangre. ¡Le había roto el labio!
¿De dónde diablos había venido eso? Nunca había sido golpeado por una mujer. Ninguna había levantado su mano alguna vez contra él. Las mujeres lo adoraban. Nunca conseguían bastante de él. El hecho era que ellas lo adoraban. ¿Cuál era, maldito Cristo, su problema? Maldita escocesa. Uno nunca podía predecir el temperamento de esos gaélicos fogosos y caprichosos. Obstinados como piedras, avanzarían a través de los siglos sin evolucionar, tan impetuosos y barbáricos como habían sido en la Edad de Hierro. Él arqueó una ceja, tratando de comprender su reacción. Se echó un vistazo a sí mismo. Todavía tenía su habitual e irresistible atractivo: sexy, de ojos azules, un musculoso guerrero highlander que volvía locas a las mujeres.
Lo cierto es que recordaba a una mujer fogosa, apasionada y que le gustaba llevar las riendas cómo y dónde ella quería, pero ¿tanto la había cambiado la vida? Muy bien, él sería el dominante en esos momentos. La sometería y cogería lo que había ido a buscar. Lo haría sin miramientos. La dejaría exhausta y se iría para permitirle pensar en él, en su cuerpo y en su polla dura como la roca, que ya palpitaba bajo su kilt.


Elizabeth estaba en su camarote, su mano apretada sobre el pomo de la puerta, cuando de pronto, la puerta lateral se abrió con un estallido, había trozos de cerrojo y madera rotos por todas partes. El metal y la madera gritaron su protesta como si doscientos escoceses hubiesen pasado a través de ellas. Y así fue.
Ramsey la había encontrado.
Sabiendo que tenía sólo unos pocos y preciosos segundos para huir de allí, ella giró la manilla y abrió bruscamente la puerta, sólo para sentir el ruido sordo de sus palmas a ambos lados de su cabeza, acorralándola contra la madera. No había sido suficientemente rápida y él, había sido demasiado avispado utilizando el despacho de su padre para colarse en su habitación. Se maldijo a si misma por no haber caído en ese pequeño detalle.
Ramsey se había movido extrañamente rápido y ahora estaba atrapada: una dura puerta por delante, ese hombre aún más duro por detrás. Durante unos frenéticos momentos ella luchó y se retorció, tratando de escapar, pero Ramsey se movió con ella, pareciendo anticiparla en cada movimiento, poniendo sus manos a ambos lados de ella, enjaulándola contra su poderoso cuerpo. Incapaz de escaparse, ella se revolvió aún como un animal acorralado. Docenas de cosas por decir se agolpaban en su mente, todas ellas comenzando con un pequeño y patético “por favor”. Pero estaría condenada si le implorase. Probablemente disfrutaría con ello. Y antes muerta que pedirle perdón a ese mal nacido, antes se cortaría la lengua.
Raspando su mandíbula contra el pelo de ella, un bajo gruñido salió de su garganta, y no había error al considerar ese hambriento y sensual sonido. Oh, Dios pensó salvajemente, justo como había hecho dos años atrás. Ramsey cogió sus manos, y aunque ella luchó salvajemente, no era ningún impedimento para su inmensa fuerza. Estirando sus brazos por encima de su cabeza, el hombre puso sus palmas contra la puerta y moldeó todo ese cuerpo durísimo contra el suyo.

—¿Esto es lo que quieres entonces, perra escocesa? –gruñó.
—Ramsey…

La dura masculinidad aguijoneándola desde atrás, la picante esencia masculina de él, el bochornoso calor que su miembro emitía, la seductora, profunda y extrañamente acentuada voz. Ella entera temblaba, las rodillas se le derretían como la mantequilla... Oh Dios, estaba volviéndola loca por momentos. Cada vez más.
En un breve momento, ella no sabía si Ramsey se lo había permitido o si ella misma lo había conseguido, pero pudo escapar de su agarre por unos segundos. Estaba ya cerca de la puerta que comunicaba el despacho con su habitación, cuando él la agarró por la cintura y la dejó empujó contra el escritorio. Con un rápido movimiento, las cosas se fueron al suelo.

—Si grito…

Ramsey se llenó las manos con las hermosos pechos de Elizabeth y la inclinó hacia delante, sobre la fría madera tallada. Ella dio un respingo y apoyó las palmas en la superficie reluciente. Necesitaba estar dentro de ella. Nada que quedara por debajo de esa prueba incontrovertible de que ella lo había escogido para que fuese su hombre hacía ya varios años, no podía permitirle que ahora le negara lo que a él le pertenecía. Soltó de mala gana aquellos pechos que se mecían de manera tan perfecta, tan femeninamente con cada empujón, y bajó las manos hasta los pantalones negros de Beth.

—Dime que no quieres que te tome, perra escocesa. Aquí, sobre el escritorio –gruñó él y ella se estremeció.

Arqueó su delicada espalda y giró la cabeza para mirarlo por encima del hombro. Ramsey la miró a los ojos y vio en ellos la misma pasión sin límites que sabía que tenía que haber en los suyos, como años atrás… Como siempre la habría entre ellos dos. Pura pasión, puro fuego. Eso eran ellos dos.

—Ramsey, suéltame.
—Estás mojada para mí, ¿verdad escocesa? –Ram sabía que lo estaba. Podía oler su deseo femenino, pero ella no iba a decírselo. Maldita orgullosa, se dijo a sí mismo cogiéndola por la cintura y clavándola a su entrepierna para que lo sintiera. Para que supiera qué efecto tenía en él—. ¿No vas a aceptarlo? Dime qué quieres –ronroneó él, se inclinó sobre ella y abrasó el borde de su oreja, enviando temblores a lo largo de su columna vertebral—. ¿Quieres que te lleve a las mazmorras y te azote? ¿Quizás que te folle contra una pared mientras te golpeo? –Un lento, duro y sensual empuje contra su centro de feminidad puntualizó la última pregunta—. ¿O sólo deseas que te folle duramente?

Elizabeth abrió y cerró su boca varias veces, pero ningún sonido salió. Entonces, como por arte de magia ella buscó las fuerzas de donde pudo y abrió la boca para contestar.

—¡Oh, nada de eso! –exclamó—. Quítate… ¡Quita esa cosa de mi trasero!
–No quieres decir eso.

Fue su profunda respuesta, seguro de sí mismo. Acompañado por otro movimiento pecadoramente erótico de sus caderas. No podía ser más arrogante, pero nada había cambiado en él.

–Claro que lo quiero. Lo digo en serio. ¡Apártalo de mí! –Antes de que hiciera algo realmente, pero verdaderamente estúpido, como presionarse contra su miembro la próxima vez que la rozase. Antes de que se viera traicionada por su mismo cuerpo—. Te juro que cuando me sueltes te voy a matar. Ramsey, por todos los diablos, ¡apártate de mí, joder! –gritó empezando a revolverse de nuevo.

Y para su sorpresa, Ram la soltó. Pero lo hizo para acorralarla contra la mesa con su cuerpo, pero esta vez de frente. De cara. Ella centró su mirada allí hasta donde llegaba: su esternón. Maldita la cosa por ser tan grande y hacerla sentirse tan diminuta e indefensa. Cinco de cada cuatro veces, estaba acostumbrada a tener la necesidad de levantar la vista hacia la gente, pero en esos momentos era al menos no podía hacer nada salvo morderse el labio. Ramsey puso un dedo bajo su barbilla.

–Mírame.

Otra vez, esa oscura y extrañamente acentuada voz la acarició. Debería haber una ley contra los hombres tuviesen tales voces, pensó malhumoradamente. Mantuvo la cabeza gacha, ya que si la levantaba temía que él lo usara a su favor y acabara por devorarla y entonces, si que no podría resistirse. De ninguna manera alzaría la vista hacía él.

–Dije, –dijo con un indicio de impaciencia afilando su tono– mírame, Elizabeth McGregor –Oh, Dios, su simple olor lo estaba volviendo loco—. ¿Qué pasa, Elizabeth? Pensaba que los escoceses eran mucho más resistentes que esto. ¿Dónde está la mujer que me rompió el labio?

Ella no contestó. Él colocó un dedo bajo su barbilla y le alzó la cara hasta que quedó mirándola. No tenía escapatoria. En sus ojos azules pudo ver pasión, necesidad, pero también orgullo y dignidad. Esa noche no cogería nada de ella. La conocía demasiado. Sonrió picaronamente y apretó su barbilla.

—Limpia la sangre que has derramado, Bloody –su tono de voz estaba cargado de deseo.

Había escuchado por ahí su gran fama. Él, desde luego, estaba preparado para que algún día su escocesa saliera del cascarón y matara a todo aquel que se le ponía por delante, pero no tan rápido… Elizabeth había empezado a crear una fama que pocos se atrevían a comprobar, pero él sí.

—No pienso hacerlo, Ramsey –respondió en su mismo tono de voz.
—Hazlo, escocesa.
—No.
—¿Quieres ver como sí lo haces? –Se acercó peligrosamente a ella deseando clavar su boca en la suya, pero retrocedió demasiado rápido—. Supongo entonces que la limpiarás como las personas normales.
—Nada de eso. Sólo…
—Oh, sí. ¡Verás como si!

Ramsey la cogió por el tobillo y tiró de ella hasta que quedó en la misma posición de antes. Las piernas a cada del cuerpo del hombre y él, oh señor, entre ellas. Demasiado cerca de su caliente feminidad. Apretó los labios y lo miró el ceño fruncido.

—Quizás hace tiempo podías hacer lo que te venía en gana conmigo, Lawrence, pero ya no. A ver si te entra en la cabeza. No soy la misma Eliazbeth. Ah, y por cierto –lo empujó un poco para poder coger aire—. Yo no soy escocesa. Mi padre lo era. Yo soy tan escocesa como española, así que te agradecería que me llamaras…
—Maldición mujer, voy a llamarte como me venga en gana. Y ahora, limpia lo que has hecho –exclamó llevando las manos hasta su cintura y apretó—. Si lo haces me iré –mintió.
—¿Si?

Los ojos de le iluminaron. Mujer estúpida… Seguía tan ingenua como siempre. Ramsey asintió y ella, suavemente, alzó la mano hasta la comisura de sus labios y rozó la herida que ella misma había provocado.
No se sentía culpable. Tampoco iba a tirar por cohetes por lo que había conseguido, sin embargo, se sentía un poquito más orgullosa y poderosa. Le había roto el labio a un hombre que medía más de media cabeza que ella. A Ramsey Lawrence. Oh, ¡claro que se sentía poderosa! Con sumo cuidado, se mojó el dedo corazón con su propia saliva y limpió la pequeña herida tiñéndose el dedo de rojo al instante. Arrugó la frente cuando sintió cómo su propia respiración empezaba a agitarse. La mirada de Ramsey no se había movido de ella.
Sus músculos se tensaron y apretó la mandíbula. Ese simple contacto… Dios, iba a matarlo. Y ella no se estaba dando cuenta. Se apretó contra ella para que sintiera su poderoso miembro contra su feminidad, ambos anhelantes. Gruñó cuando ella intentó apartarse, pero no se lo permitió. Con brutalidad, la agarró del pelo y clavó su boca a la de ella. La devoró. La obligó a abrir los labios con su otra mano y así, pudo dejar que su lengua aterciopelada acariciara la de ella, viperina.
Elizabeth tardó unos minutos en darse por vencida, pero cuando lo hizo… Fue gloria. Se apretó contra él y enredó sus pequeños dedos entre los sedosos mechones dorados del hombre. Lo deseaba de una manera impresionante. Sintió una presión en sus partes bajas y en vez de apartarse, como su cabeza ordenaba, abrió más las piernas para darle un mejor acceso. Su cabeza no regía. Estaba totalmente obstruida por el deseo. Y Ramsey lo sabía.
Maldito bastardo.
Segundos después, tenía los pantalones por los tobillos, la camisa abierta y totalmente tumbada sobre la mesa. No sabía cómo ni cuándo había pasado, pero Ram se estaba apoderando de sus generosos pechos, besándolos, amasándolos, mordiéndolos… Elizabeth soltó un gritito cuando él enterró la cara en ellos; primero dedicándose a un pezón y luego al otro, repitiendo la acción varias veces.
Quería saborearla entera, pero su dura erección pedía a gritos su interior. Su estrecho canal. Se alzó la falda y cogiendo su duro miembro, lo acercó a su abertura, húmeda y caliente por y para él. Gruñó posando allí el glande. Los pliegues de ella parecieron rendirle tributo abriéndose, invitándolo a pasar… Pero antes de hacerlo alzó la mirada hasta ella, que mantenía los ojos cerrados. Alzó las caderas como pidiendo más, pero quería escucharlo de su boca.

—Elizabeth –la llamó—. Dímelo. Dime que me quieres dentro de ti; dime que deseas que te folle aquí sobre el escritorio –le dijo, con voz ronca—. Dime que me has echado de menos –pidió. No sabía por qué, pero era importante escuchar de su boca esas últimas palabras.

Ella abrió los ojos. Lo miró.

—Hazme…
—¡¡Beth!! –gritó alguien en el pasillo.

Ella se giró y todo su cuerpo se tensó. Ram soltó una maldición y le subió las bragas y los pantalones, cerrándole la camisa blanca como pudo. Se bajó la falda y la bajó a ella del escritorio. Los pasos estaban cerca. Demasiado. Irlandés maldito, murmuró mientras se acercaba a la puerta del despacho y echaba el cerrojo.

—¡Beth si estás ahí, abre la puerta! –gritó desde afuera Ian intentando entrar en la habitación.
—¿Dónde te crees que vas? –gruñó Ram cuando vio que la muchacha tenía intenciones de ir a la puerta y permitirle al viejo que entrase—. No pienso permitir que me acuséis de violador.

Beth se quedó parada y sus ojos se abrieron. ¿Pensaba eso de ella?

—Yo no…
—De una escocesa como tú me espero cualquier cosa –escupió él dejándose caer en la silla de detrás del escritorio. Tenía que pensar algo y rápido.
—Eres odioso. Bueno, siempre lo has sido –rugió ella tirándole papeles a la cabeza.
—Hace unos minutos no parecía importarte.
—¡Hijo de perra! –exclamó saltando el escritorio y lanzándose sobre él.

La silla falló y ambos cayeron al suelo. Beth encima, aprovechó para lanzar unos cuantos puñetazos hacia su rostro, pero él, rápido los paró todos girando dejándola a ella en un posición peor. Pero sin darse por vencida, enredó las piernas a la cintura de él y apretó con todas sus fuerzas. En una de las veces que giraron, consiguió arañarle la cara por lo que no pudo reprimir un alarido de protesta.

—¡Perra! Vas a dejarme la cara hecha un mapa –maldijo acorralándola contra el suelo—. Y te juro que vas a…
—Suéltala.

Ramsey se obligó a alzar la mirada cuando sintió el frío acero contra su garganta. Gruñó cuando vio al viejo irlandés empuñando la espada.

—¿Vas a cortarme el cuello, irlandés?
—Estoy realmente tentado a hacerlo, sí –dijo, mirando a Elizabeth y comprobando que estaba bien, o eso parecía. Aun así no pasó desapercibido su camisa entreabierta—. ¿Estás bien?
—¡Claro que está bien! ¿Quién crees que soy?
—Un perro sassenach –escupió el irlandés haciendo presión para que se levantara—. Levántate.
—No me des órdenes. Sé…
—Haré lo que se me venga en gana mientras estés en nuestro barco, porque aquí tú eres el intruso, Lawrence. Ahora estamos en una posición invertida, así que procura hacer lo que te digo sino quieres pagar por ello y verte colgado mañana por la mañana por robo.
—Por el amor del cielo, no he robado…
—¡No me tientes!

Elizabeth salió de debajo del cuerpo de él cuando por fin se levantó y encaró al viejo que continuaba apuntándolo con la espada. Eran igual de altos, por lo que pudieron mirarse a los ojos sin alzar o bajar la cabeza.

—Debería encerrarte…
—No quiero personas como él en mi barco –dijo Beth detrás de ellos. Bajó el brazo de Ian y fulminó a su pasado con la mirada—. Se irá y no volverá –aseguró—. ¿Verdad, inglés?
—No…
—Te irás y no volverás –lo interrumpió.
—Como gustéis, mi señora –se jactó haciendo una media reverencia.
—Por cierto, deja encima de la mesa unas cuantas monedas –dijo apresuradamente ella—. Vamos Lawrence, has hecho añicos mi puerta y además, has roto unos cuantos objetos valiosos de mi amada colección. Afloja el bolsillo –gruñó señalando con la cabeza el escritorio.
—¿Cuánto?
—Todo lo que tengas.
—Ni hablar –gruñó—. Si lo quieres, ven a por ello –dijo antes de que ella hablara.

Y eso hizo. Elizabeth se acercó y sin una gota de miedo, rebuscó entre sus bolsos y sacó dos saquitos de dinero. Repletos de monedas. Los lanzó a Ian, que los acogió con gusto entre sus manos. Los observó durante un rato y los metió en el bolsillo de sus pantalones.

—Podría acusarte de ladrona.
—Eres un pirata, ¿quién te creería?
—No apuestes muy alto, escocesa.

Ambos se miraron durante unos segundos, después, Beth ordenó a Ian que lo llevara hasta la salida y que sin tocarle un pelo, lo dejara irse. Puntualizó lo de “sin tocarle un pelo”. Lo conocía demasiado bien. Ramsey se iría ahora sin armar más revuelo, pero volvería. Él siempre regresaba.




Quince minutos después, Beth se vio obligada a escuchar los gritos de Ian mientras recogía el estropicio que había en el despacho. Todo lo que él estaba diciéndole ella lo sabía. No debía acercarse a él, no podía hablarle, tocarle, escucharle… No podía estar a menos de 500 metros de él porque siempre volvían a lo de siempre. En su momento, ni John los había conseguido separar y ahora que él faltaba, ¿quién lo haría? Ian había desistido años atrás, pero ahora todo era distinto. Ella era una mujer adulta. Capaz de saber qué o qué no debía hacer.

—Déjalo ya, Ian –dijo, colocando los últimos libros sobre la mesa.
—¿Cómo quieres que lo deje si…?
—Cállate, ¿vale? –exclamó girándose hacia él. A ella le dolía. No sabía por qué, pero todo lo que decía le dolía en lo más profundo de su pecho. No quería escucharlo. No quería oír a nadie—. Lo siento, pero intenta entenderme, maldición –Se pasó las manos por la cabellera pelirroja—. Hace dos años que no lo veo y aunque en su momento me hizo daño, yo… Él es atractivo. Y yo…
—Ahórrate los detalles –la interrumpió Ian arrugando la frente.

Ella nunca le había hablado así y eso sí le dolía. Su peor enemigo había estado allí y por su culpa… ¡Qué demonios! Ella lo estaba defendiendo.

—No te reconozco, Elizabeth –susurró negando con la cabeza—. Pero ya eres mayorcita para darte cuenta de las cosas –dijo, girándose y caminando hasta la puerta—. Pediré que alguien arregle esa puerta mañana. Que duermas bien –fue lo último que dijo antes de desaparecer, dejándola sola.

Ella caminó hasta su cama y se hundió en ella. No pensaba llorar. No tenía pensado derramar ni una puta lágrima por él, bastante había echado ya. Su cuerpo no era de Ramsey. Nunca lo fue y nunca lo sería. Él se quedaría en una ilusión… No permitiría que le hiciera volver a hacer perder el control de esa manera.



Ramsey se dejó caer en la silla que llevaba días anclado. El camarero no tardó en servirle lo que había pedido. Se limpió la sangre seca de la mejilla y le dio un largo trago a la jarra de cerveza. No debía haber ido a verla. Tenía que haberse girado, subido a su barco y zarpar cuanto antes. Pero su cuerpo había caído en la tentación, otra vez. Maldijo en las tres lenguas que conocía a esa escocesa de cabellos de fuego que algún día hacía varios años se había cruzado en su maldito camino.
Aún recordaba ese día en las calles de Sevilla. En la plaza más céntrica allí estaba su escocesa moviéndose al ritmo de los tambores y palmas gitanas. Lo había hechizado aquella mirada llena de alma y picardía que lo había mirado en uno de sus enormes y sensuales giros. La alegría de su cuerpo despertaba un huracán como él. Y así fue, cual fecha lanzada a traición a su pecho, quedó grabado el misterio de esa “gitana de fuego”. Ramsey había esperado más de dos horas allí, observándola, maravillándose con las curvas de su cuerpo ceñidas por uno de esos vestidos gitanos que se ajustaba a su cuerpo como una maldita segunda piel. Cuando por fin había acabado, ella sola se había acercado.
“¿Le gusta lo que ve, señor mío?” había dicho ella. “¿Baila conmigo?” dijo a continuación haciendo que el mismísimo Ramsey Lawrence rompiera en carcajadas, negando después. Sin embargo, habían pasado la mejor noche de su vida. Bebiendo, riendo y cuando llegaba el amanecer, su gitana pelirroja había conseguido hacerlo bailar.
Después de esa noche, no dudó en buscarla cada vez que atracaba en Sevilla o en cualquier zona del sur de España, sin embargo, ella nunca estaba por allí… Hasta que un día, casualmente, se encontró en el barco donde ella se criaba. Se encontró cara a cara con su padre y con ella. La gitana pelirroja lo reconoció al momento y no dudó de escapar de él como si de una fugitiva escapaba del verdugo. Pero él no se había dado por vencido… Y ella tampoco. Ambos pasaron una semana estupenda en los carnavales de Cádiz. A causa de esa pequeña escapada, creía que Alroy la había encarcelado de por vida, pero al parecer seguía siendo la niña libre que lo había conquistado. Su padre no se había enterado. Para él su niña había pasado una semana con su madre en Madrid.
La pequeña mentía tanto como él, y mejor.
Pero pronto después, cuando ella volvió a desaparecer Ramsey no pudo evitar buscar información sobre ella, pues apenas conocía el nombre de su barco y el de su padre, poco conocidos por aquella época. Cuando le dijeron quién era él y donde procedía… Todas ganas de estar con su hija, que había heredado la mayor parte de su carácter, se esfumaron como si humo se tratase. Sin embargo, aunque su razón le decía no, su cuerpo le decía un sí demasiado grande.
¿Y ahora se atrevía a escapar de él de nuevo? Incluso, a romperle el labio. Las mujeres darían lo que fuera porque su boca las recorriera, sin embargo ella prefería pegarle. Maldita fuera esa perra escocesa.

—¿Qué le pasa hoy a mi guerrero? –susurró sensualmente una voz femenina a sus espaldas. Carmen se dejó caer en su regazo soltando una risilla al sentir el enorme bulto que abultaba su kilt—. Yo también me alegro de verte, amor.
—Carmen…
—Shh –lo silenció poniéndole un dedo sobre los labios. La gitana se echó el pelo negro azabache hacia atrás y lo miró con pasión—. Ya sé que no es por mí, pero permíteme soñar al menos una noche. Me han dicho que ha estado aquí la escocesa –gruñó la mujer colgándose de su cuello—. Ha hipnotizado a mi primo.
—¿Juan?
—No, José –suspiró ella—. Al parecer a regresado de sus tierras al…
—No me amargues la noche –la cortó dejando que su mano se colara por el bajo de su vestido comenzando a rozarle las pantorrillas torneadas de bailar.
—Te daré lo que esa perra se niega a darte –murmuró antes de abrirse de piernas y mordisquearle los labios.

Fue lo único que Ramsey necesitó para alzarla en sus brazos y subir las escaleras hasta la habitación que sabía que ella tendría preparada. Ese era su hogar. Ese era su trabajo. Pero ese no era su hombre, sin embargo, él le permitiría soñar una noche más.

1 comentarios:

Patrícia Montañés dijo...

Chicas no me podeis dejar en ascuas de esta manera! Espero un nuevo capítulo prontísimo :)

Felicidades de nuevo!


Patry