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viernes, 8 de enero de 2010

Primer problema

Elizabeth prestó atención a todo lo que sucedía a su alrededor. Mirara donde mirara, veía hombres con sed de venganza. Una venganza que ella misma había intentado llevar a cabo. Una venganza que disfrutaría como miel en los labios: La muerte de Philip. Pero como siempre, cuando lo tenían cerca, alguien salía perdiendo y qué raro, nunca era él. Ahora, con un centenar de hombres más a bordo de La Perla algo tenían que hacer y con urgencia. No había habitaciones, ni camas, suficientes para tantos hombres. Puesto que no podrían dejarlos allí, en mitad de la nada, tendrían que hacerles hueco en el barco hasta que llegaran a puerto. Y para eso aún faltaban un par de días, quizás más. Es decir, bien tendrían que dormir en las bodegas.

La capitana pelirroja sintió tensarse a Naghi a su lado. También Ian parecía contrariado, pero al menos, el irlandés sabía camuflar sus sentimientos a los ojos de los demás. Algunos de sus hombres no parecían tener ese poder. Algunos protestaban enfadados por los nuevos ocupantes. Otros sonreían sin poder creerse aquello. Y otros mucho, como Naghi e Ian, no sabían qué o qué no hacer.

Elizabeth se giró hacia su segundo con la frente arrugada. Él la miró y se encogió de hombros. Genial. No iba a obtener ninguna ayuda por su parte.

—Creo que ahora sí deberíamos parar en Portugal –fue lo único que dijo.
—Mierda Ian, sabes que será peligroso… —gruñó la escocesa pasándose la mano por la espesa cabellera pelirroja. No quería perder La Perla y conocía demasiado bien la situación en la que se pondrían si llegaban a parar en ese maldito país. Sin embargo, a pesar de lo que su razón le decía, también estaba el hecho de que las reservas no eran infinitas. Había comida, aún para unos días, pero no para casi doscientos hombres que había en el barco.

Sintió como una mano la agarraba con fuerza del brazo, haciéndola girar lentamente. Naghi la miraba con cara de pocos amigos. Estupendo. Ahora tendría que lidiar con él también. Antes de que hablara alzó una mano.

—Cállate. No me cargues tus problemas de orgullo también a la espalda, que bastante peso llevo ya –le dijo, girándose hacia la multitud que la miraba ahora—. ¿No tenéis nada que hacer? ¡Hay un barco que hay que mover! –gritó a sus hombres. También a los de Dream—. ¡Y no va a hacerlo sólo! –exclamó viendo que ninguna persona se movía. Apretó la mandíbula mirando de reojo a Naghi—. Muévete –le susurró viendo como salía de su ensimismamiento y se ponía a dar órdenes a diestro y siniestro. Después, cuando sus hombres (hasta Ian) estaban en marcha, se dignó a mirar a Dream—. Cogemos rumbo a Portugal. Oporto, concretamente. Te agradecería que tus hombres ayudaran.

Dream alzó una ceja, evidentemente contrariada. Miró a Cortés que parecía tener una sola ceja. Después, se volvió hacia Bloody, nombre por el que se la conocía en los mares.

—Ayudad en todo lo que os pidan –rugió la capitana—. No olvidéis que nos han salvado la vida –dijo, apretando los dientes. Era lo que más le dolía. Le debía la vida a otra persona porque ella no había sido suficientemente precavida a la hora de controlar su barco—. En Portugal no os te causaremos más problemas.
—Tranquila –respondió Beth, intentando sonreír. Pero no podía—. ¡Ian! –lo llamó. El irlandés estaba al timón—. Hazte cargo –le gritó, antes de mirar a Dream—. Me gustaría hablar contigo unas cosas, sino te importa.
—Está bien.

Dream se despidió de sus hombres y pasó delante de Elizabeth al interior del barco.


Acabaron en una especie de despacho. En el centro de la habitación, había una gran mesa de madera negra muy poca adornada; apenas había un par de hojas de papel, una pluma y su tintero, una foto de un hombre que no conocía… Y unas llaves en la esquina derecha. Dream tomó asiento en una de las grandes sillas que había delante del escritorio, y Bloody pasó a su lado hasta detrás de la mesa, dejándose caer en el butacón. Señaló una especie de mini bar que había a su izquierda, a lo cual Dream negó con la cabeza. Quizás más tarde le apeteciera algo sustancial, pero no en esos momentos.

—Hemos empezado con mal pie. Lo que ha pasado hoy no ha sido plato de gusto para nadie y… bueno, sólo quería decirte que siento mucho lo que ha ocurrido. Hemos llegado an…
—Sí. Me conozco esa parte –la interrumpió Dream, frunciendo el ceño—. Vete al grano, por favor, tengo ganas de ponerme a trabajar. Quiero pagarme mi propio viaje.

Elizabeth se mordió la lengua para no contestarla a la mujer. La sacaba un poquito de quicio su falta de modales. Aunque tenía que reconocer que lo que había pasado habría cambiado la vida a muchos de ellos. Especialmente, a su capitana. La cual… según decían, tenía un gran apego por ese barco, ya que su… Amante se encontraba en él. Y aunque ella había conocido de vista a ese tal Hugh, ahora estaba muerto.

Se obligó a despejar la mente de los rumores y se centró en aquello que tenían entre manos.

—A ver. Como verás, la Perla es un gran navío. Tiene tres pisos, más las bodegas. Tiene muchas habitaciones, de las cuales la gran mayoría están ocupadas ya. Sin embargo, quedan un número pequeño de ellas libres. Alguno de tus hombres podrán dormir en ellas y la otra parte, no tendrán más remedio que dormir en la cubierta, en el salón o en las mismas bodegas –dijo, de carrerilla, parando a tomar aire antes de continuar—: Donde te han llevado antes es mi camarote, por lo que, sintiéndolo mucho ahí dormiré yo. Bien podemos trasladar una cama libre aquí para que tú duermas…
—Dormiré con mis hombres –la interrumpió alzando la barbilla orgullosa.
—En ese caso, tú te pelearás por las camas libres –gruñó—. Tanto tú como tus hombres son invitados en el barco, no hay lugar en el que no podáis estar. Usarlo como si fuera el vuestro hasta que decidáis iros.
—Lo haremos en Portugal.
—Es vuestra elección.

La verdad, que cuanto antes se fueran, mejor. No le agradaba esa mujer. Tampoco su segundo, Cortés. Eran unos salvajes sin ningún tipo de modal. Elizabeth se levantó de la silla y señaló la puerta.

—Tengo que irme a timonear el barco.
—¿Puedo quedarme aquí unos minutos?

Elizabeth frunció el ceño. No pudo evitarlo, sin embargo, asintió.

—El tiempo que quieras –dijo, antes de dirigirse hacia la puerta. Algo la hizo detenerse antes de abrirla. Miró a la que iba a ser su compañera por unos días—. Espero que no falte nada cuando regrese –se vio en la obligación de decir antes de abrir la puerta y desaparecer en la cubierta.



Horas más tarde, el rostro pálido de su amigo y segundo al mando, Ian apareció en la cubierta del barco echándose las manos a la cabeza. Buscaba a Elizabeth por todos lados. Llevaba más de diez minutos buscándola y… Bueno, lo cierto era que había olvidado que estaba timoneando el barco rumbo a su país encruzado. Subió las escaleras de tres en tres hasta quedar a su lado sin aliento. Frunció el ceño y respiró profundamente antes de hablar.

—Hay un problema abajo –dijo de pronto.

Elizabeth alzó una ceja y lo miró esperando una explicación más detallada.

—Es la capitana –gruñó.
—¿¡Qué coño pasa con ella, Ian!? Suéltalo de una puñetera vez –exclamó manteniendo rumbo. A veces, el irlandés conseguía sacarla de veras de sus casillas.

Pero Ian sabía que en el momento que dijera lo que había visto, la tempestad llegaría a la Perla Dorada como agua de mayo. Eso que estaba haciendo la otra capitana no iba a ser, ni por asomo, lo mejor que podría haber hecho en todo el maldito barco. Su capitana sufriría por aquello.

—¿Ian?
—Ella está en la habitación de Alroy.

Elizabeth soltó el timón y de un salto llegó a la cubierta. ¡Todo el mundo tenía prohibido entrar a esa habitación! Si se había encontrado la puerta cerrada, ¿por qué demonios había entrado allí? ¡Más le valía no haber tocado nada de ella! ¡Nade ni nadie entraba allí sin su permiso!

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